2 Abril 2013
Siempre he sido un clásico. No esperéis de mí modas ni últimas tendencias, porque voy unos treinta años por detrás. Si se estilan las patillas, yo me las quito; si la pana, vuelvo a los vaqueros. Mi banda de música predilecta se separó cuando yo tenía tres años y mi canción favorita, Angie, se compuso siendo yo un tierno infante. A veces pienso que debería haber nacido un par de décadas antes. Tampoco en el pensamiento estoy muy al día, fundamentalmente porque el día que vivimos me resulta harto oscuro. Me gusta navegar contracorriente, venir si aquéllos van e ir si ellos vienen, mas jamás estar de vuelta. Soy, por así decirlo, más Australopiteco que Homo Sapiens.
Y hablando de homo, me preguntó una vez una compañera, persona del tipo liberrimoralista, si estaba a favor de la homosexualidad, a lo que respondí que evidentemente no. Su reacción fue la previsible: me privó de la visión de sus pupilas –sólo con el aterrador blanco de sus ojos entornados me obsequiaba- y comenzó a temblar cual San Vito bailón y a echar espumarajos por la boca ante tamaña decepción moral, ante representante tal, según su parecer, del machoiberiquismo español (y portugués) más antediluviano y cavernícola. No tuve ya oportunidad, ni el deseo, de explicarle el porqué de mi respuesta tan políticamente incorrecta, así que utilizaré esta tribuna para hacerlo. La primera y principal razón es que me encanta demoler las ideas al uso, esas que vienen impuestas, sobre todo si pertenecen a los moralibérrimos o a los fachas de libro. La segunda, pero no menos importante, requiere una explicación algo más profunda:
Cuando uno dice “estoy de acuerdo con esto” o “apoyo esto”, por nimio que sea, está haciendo un juicio de valor, es decir, situándose en un estadio moralmente superior al o a lo juzgado y, en su magnanimidad hippilibertaria, le da el visto bueno, “vale, te dejo, y además, como soy tan hipermoderno, te animo a seguir y me hago tu amiguito”. Yo, como no soy superior, no juzgo, no puedo ni quiero estar a favor ni, por supuesto, en contra. Tampoco me pronunciaré si alguien me pregunta qué me parece el hecho de que el cielo sea azul o el agua húmeda. Las cosas son como son: se aceptan y punto; no creo que haya que hablar más del tema, ni en un sentido, ni en otro. No me veréis jamás portando la bandera de mil colores, ni celebrando ningún orgullo (el único que me gustaría celebrar es el de ser humano, y ése me da cada vez menos motivos); pero tampoco me veréis despreciando a un homosexual por el hecho de serlo o utilizando ese insulto facilón, entre otras cosas porque homosexuales conozco que me dan cien mil vueltas. Creo que una sociedad demuestra su grandeza cuando otorga a la diversidad el carácter de normalidad.
Lo que yo pienso de este tema es que todo ser humano, cada hombre, cada mujer, tiene un alma muy compleja, muchos y muy distintos rasgos en su personalidad: los hay generosos, mezquinos, fuertes, débiles, divertidos, aburridos, hipócritas, vanidosos, honrados, sinceros…, y muchos albergan cualidades tanto negativas como positivas ¿Y quién nos dice que el cobarde no sea capaz alguna vez en su vida de realizar un acto heroico o demostrar generosidad quien habitualmente es mezquino? ¿O un acto noble la persona más vil o vil la persona más noble? Si tenemos tantos rasgos distintos, ¿por qué hemos de otorgar tanta importancia a uno de ellos: a su tendencia o gusto sexual? Parece que esa única cualidad sirviera para meterlos a todos en el mismo saco y se convirtiera en su característica principal. Eso sí es una gran estupidez. ¿Os parece que lo más reseñable de Lorca o Cernuda fuera su condición sexual? ¿No son conocidos más bien por ser magistrales poetas? Lo que debe importar de las personas es aquello que nos afecta, es decir, de un amigo si es divertido o aburrido, informal o de fiar, si paga copas o se escabulle… De un compañero de trabajo, si lo hace bien, si es individualista o le gusta cooperar, si te da trabajo o te lo quita, si es interesante o un plasta insufrible… No creo, por tanto, que la tendencia sexual de un individuo sea algo tan determinante ni que afecte tanto.
Dicho esto, creo también que uno tiene derecho a sus propios gustos y a mí no agradan ciertas estéticas evidentemente impostadas o exageradas (como no me van tampoco los pijos de revista y menos aun los metrosexuales, que hay que estar tonto). Ahora, tras la explosión de libertad en el mundo homosexual (nunca me oiréis utilizar el estúpido anglicismo), parece que todo hay que contarlo y airearlo, y eres un cavernícola si no te apetece escucharlo. Del mismo modo, algunos se creen en el derecho, y diría la obligación, de hacer salir del armario a quien está dentro, sobre todo si es del PP. No señor, tu libertad no llega a tanto. En el armario debe de ser muy difícil vivir, angustioso, pero cada uno necesita su tiempo para salir sin presiones. Una vez me propusieron ir a un bar de ambiente, a lo que me negué, y otra, me equivoqué y entré. Ni siquiera me pedí una copa; ¿qué pintaba yo en aquel gueto donde nada se me había perdido? No me siento cómodo en la frivolidad, el culto al cuerpo ni la risa fácil de la coca, ¡qué le vamos a hacer si soy así de rancio!
Aunque me siento en franca minoría en muchos aspectos, sobre todo en los relacionados con el pensamiento, no pertenezco a ninguno de los llamados grupos minoritarios y estoy bastante harto de que se me juzgue. Si no voy a bares de ambiente, soy un tipo cerrado; si no canto en las candelas, soy un racista que no apoya a la minoría gitana, si soy hombre, seguro que alguna reminiscencia machista albergo… Si desean una verdadera integración y no ser juzgados, deberían empezar por no juzgar a los demás, al menos a los que no pronuncian juicio alguno. El victimismo a nada bueno lleva.
Entiendo estos comportamientos sólo enmarcados en este momento inicial de libertad, después de tantos siglos de preeminencia de la moral católica más rancia, que tanto daño ha hecho, pero espero que cuando se normalice la situación podamos vivir otorgando a las distintas tendencias sexuales la escasa importancia que merecen.
Fernando Rivero
Siempre he sido un clásico. No esperéis de mí modas ni últimas tendencias, porque voy unos treinta años por detrás. Si se estilan las patillas, yo me las quito; si la pana, vuelvo a los vaqueros. Mi banda de música predilecta se separó cuando yo tenía tres años y mi canción favorita, Angie, se compuso siendo yo un tierno infante. A veces pienso que debería haber nacido un par de décadas antes. Tampoco en el pensamiento estoy muy al día, fundamentalmente porque el día que vivimos me resulta harto oscuro. Me gusta navegar contracorriente, venir si aquéllos van e ir si ellos vienen, mas jamás estar de vuelta. Soy, por así decirlo, más Australopiteco que Homo Sapiens.
Y hablando de homo, me preguntó una vez una compañera, persona del tipo liberrimoralista, si estaba a favor de la homosexualidad, a lo que respondí que evidentemente no. Su reacción fue la previsible: me privó de la visión de sus pupilas –sólo con el aterrador blanco de sus ojos entornados me obsequiaba- y comenzó a temblar cual San Vito bailón y a echar espumarajos por la boca ante tamaña decepción moral, ante representante tal, según su parecer, del machoiberiquismo español (y portugués) más antediluviano y cavernícola. No tuve ya oportunidad, ni el deseo, de explicarle el por qué de mi respuesta tan políticamente incorrecta, así que utilizaré esta tribuna para hacerlo. La primera y principal razón es que me encanta demoler las ideas al uso, esas que vienen impuestas, sobre todo si pertenecen a los moralibérrimos o a los fachas de libro. La segunda, pero no menos importante, requiere una explicación algo más profunda:
Cuando uno dice “estoy de acuerdo con esto” o “apoyo esto”, por nimio que sea, está haciendo un juicio de valor, es decir, situándose en un estadio moralmente superior al o a lo juzgado y, en su magnanimidad hippilibertaria, le da el visto bueno, “vale, te dejo, y además, como soy tan hipermoderno, te animo a seguir y me hago tu amiguito”. Yo, como no soy superior, no juzgo, no puedo ni quiero estar a favor ni, por supuesto, en contra. Tampoco me pronunciaré si alguien me pregunta qué me parece el hecho de que el cielo sea azul o el agua húmeda. Las cosas son como son: se aceptan y punto; no creo que haya que hablar más del tema, ni en un sentido, ni en otro. No me veréis jamás portando la bandera de mil colores, ni celebrando ningún orgullo (el único que me gustaría celebrar es el de ser humano, y ése me da cada vez menos motivos); pero tampoco me veréis despreciando a un homosexual por el hecho de serlo, o utilizando ese insulto facilón, entre otras cosas porque homosexuales conozco que me dan cien mil vueltas. Creo que una sociedad demuestra su grandeza cuando otorga a la diversidad el carácter de normalidad.
Lo que yo pienso de este tema es que todo ser humano, cada hombre, cada mujer, tiene un alma muy compleja, muchos y muy distintos rasgos en su personalidad: los hay generosos, mezquinos, fuertes, débiles, divertidos, aburridos, hipócritas, vanidosos, honrados, sinceros…, y muchos albergan cualidades tanto negativas como positivas ¿Y quién nos dice que el cobarde no sea capaz alguna vez en su vida de realizar un acto heroico o demostrar generosidad quien habitualmente es mezquino? ¿O un acto noble la persona más vil o vil la persona más noble? Si tenemos tantos rasgos distintos, ¿por qué hemos de otorgar tanta importancia a uno de ellos: a su tendencia o gusto sexual? Parece que esa única cualidad sirviera para meterlos a todos en el mismo saco y se convirtiera en su característica principal. Eso sí es una gran estupidez. ¿Os parece que lo más reseñable de Lorca o Cernuda fuera su condición sexual? ¿No son conocidos más bien por ser magistrales poetas? Lo que debe importar de las personas es aquello que nos afecta, es decir, de un amigo si es divertido o aburrido, informal o de fiar, si paga copas o se escabulle… De un compañero de trabajo, si lo hace bien, si es individualista o le gusta cooperar, si te da trabajo o te lo quita, si es interesante o un plasta insufrible… No creo, por tanto, que la tendencia sexual de un individuo sea algo tan determinante ni que afecte tanto.
Dicho esto, creo también que uno tiene derecho a sus propios gustos y a mí no agradan ciertas estéticas evidentemente impostadas o exageradas (como no me van tampoco los pijos de revista y menos aun los metrosexuales, que hay que estar tonto). Ahora, tras la explosión de libertad en el mundo homosexual (nunca me oiréis utilizar el estúpido anglicismo), parece que todo hay que contarlo y airearlo, y eres un cavernícola si no te apetece escucharlo. Del mismo modo, algunos se creen en el derecho, y diría la obligación, de hacer salir del armario a quien está dentro, sobre todo si es del PP. No señor, tu libertad no llega a tanto. En el armario debe de ser muy difícil vivir, angustioso, pero cada uno necesita su tiempo para salir sin presiones. Una vez me propusieron ir a un bar de ambiente, a lo que me negué, y otra, me equivoqué y entré. Ni siquiera me pedí una copa; ¿qué pintaba yo en aquel gueto donde nada se me había perdido? No me siento cómodo en la frivolidad, el culto al cuerpo ni la risa fácil de la coca, ¡qué le vamos a hacer si soy así de rancio!
Aunque me siento en franca minoría en muchos aspectos, sobre todo en los relacionados con el pensamiento, no pertenezco a ninguno de los llamados grupos minoritarios y estoy bastante harto de que se me juzgue. Si no voy a bares de ambiente, soy un tipo cerrado; si no canto en las candelas, soy un racista que no apoya a la minoría gitana, si soy hombre, seguro que alguna reminiscencia machista albergo… Si quieren una verdadera integración y no ser juzgados, deberían empezar por no juzgar a los demás, al menos a los que no pronuncian juicio alguno. El victimismo a nada bueno lleva.
Entiendo estos comportamientos sólo enmarcados en este momento inicial de libertad, después de tantos siglos de preeminencia de la moral católica más rancia, que tanto daño ha hecho, pero espero que cuando se normalice la situación, podamos vivir otorgando a las distintas tendencias sexuales la escasa importancia que merecen.