24 Noviembre 2014
Artículo publicado por L.R.G. en la revista PENCONA 6 (2010)
Me preguntan, extrañados, muchos conocidos cómo es que, pudiendo elegir otros paraderos exóticos para mis vacaciones, vuelvo un año tras otro a las calles de mi pueblo. Podría responder con argumentos afectivos como el cariño, la nostalgia, el deseo de reencontrarme con los míos... y no faltaría con ello a la verdad, pero ésta sí estaría incompleta. Y es que Extremadura todavía tiene para mí, además de todo eso, algunos rasgos que me son particularmente preciados, tanto más cuanto menos abundan cada día en el común de las tierras, virtudes suficientes para convocar aquí a propios y a extraños. He aquí mis razones.
Hay tierras que se hacen desde abajo. Basta con pasear por ellas para verlo: uno encuentra calles tortuosas, recovecos de trazado inverosímil, nacidos al dictado del sentido común y de otras viejas sabidurías; el caminante ve casas altas junto a otras menos espigadas, de paredes de piedra o entramadas en adobe (el resalte de una viga parece que hubiera sido concebido para apoyar esa lata de geranios...), y hasta de color añil tiene uno la sorpresa de encontrarlas; hay fuentes que sorprenden por inesperadas, a la vuelta de un recodo, y dos lanchas de piedra forman todo su adorno y estructura. Basta con recorrer el campo para hallar cercones irregulares, fincas en las que el uso y la necesidad han ido marcando su fisonomía: un gallinero aquí, un almacén un poco más allá, un corralón de esta otra parte...
Pero también hay (¡ay si las hay!) tierras hechas desde arriba, a escuadra y cartabón, diseñadas por el mero cálculo de unos intereses que no tienen lazos con el territorio. Es la estética del Poder (inútil ya querer distinguir si Estado o Capital, pues cada día son más una misma cosa en la Democracia Desarrollada y en la Crisis Organizada), que pretende tener todo ordenado, todo bajo control, todo sometido a su obediencia. En un libro que hace poco ha caído entre mis manos leo las razones siguientes, que, aunque referidas en primera instancia a nuestra vecina Francia, bien pueden aplicarse ya por desgracia a tantas zonas de España: “La decencia que obliga a los urbanistas a no hablar de «la ciudad», la cual han destruido, sino de «lo urbano», debería incitarles también a dejar de hablar de «el campo», que ya no existe. Lo que hay, en su lugar, es un paisaje que se exhibe a las masas estresadas y desarraigadas [...]. Es un marketing que se despliega sobre un «territorio» en el que todo debe ser valorizado o constituido en patrimonio. Se trata siempre del mismo vacío helador”. Y algo más adelante: “El territorio actual es el producto de varias operaciones policiales. Se expulsó a la gente de sus campos; después, de sus calles; después, de sus barrios y, finalmente, de los vestíbulos de los edificios en los que viven, con la esperanza absurda de contener cualquier atisbo de vida entre las cuatro paredes rezumantes de lo privado” (Comité invisible, La insurrección que viene, trad. de J. Pons Bertran, 2009, pp. 71 y 139 resp.).
Puede que a alguno de ustedes parezcan razones exageradas. Si es así, considérense afortunados y tengan la certeza de que otros muchos sí reconocemos esa forma de organización del suelo y, con ella, de la vida cotidiana de las gentes. El moderno Estado-Empresa no permite ninguna fuga incontrolada: de la misma forma que administra y corrige el “despilfarro” de suelos “improductivos” (ahí están esas sierras enteras convertidas en urbanizaciones clónicas a las que acudir los fines de semana, eso sí, cada cual en su parcela y sin mezclarse mucho; y qué decir del suelo de nuestras costas, milimétricamente explotado y convertido en “oferta de servicios”, esto es, en dinero), con celo no menor evita y hace cada día más difícil que las gentes vivan su vida dedicadas a algo que no sea “productivo”, es decir, que hagan otra cosa que consumir. Piensen, si no, en el empeño con que se intenta que aceptemos con naturalidad conceptos aberrantes, y en sí mismos antagónicos, como “espacio de ocio y consumo” (esos espeluznantes Centros Comerciales adonde se pretende que vayamos en nuestro tiempo libre, según el modelo propagandístico del Mall norteamericano), o el marcadísimo interés por organizar nuestras vacaciones (esto es, nuestras horas de trabajo están ya suficientemente convertidas en dinero y la infraestructura básica de nuestras vidas está convenientemente amortizada en hipotecas y otros “productos financieros”: sólo queda, pues, sacar tajada de nuestro tiempo libre y evitar a toda costa que responda de verdad a ese adjetivo): viajes a tierras extrañas convertidos en “paquetes”, que en ocasiones ni se molestan siquiera en disimular su intención de conducir al cliente de un mostrador en otro; estancias playeras en hoteles o apartamentos siempre amparados por la tranquilizadora sombra de la caja registradora (¡qué va a ser eso de ir al pueblo a la casa familiar! ¡Qué desperdicio!) ...
Yo me quedo con mi pequeño paraíso mientras dure, mientras sepamos conservarlo: una zambullida electrizante en el agua transparente de la garganta; un rato de charla con mis buenos amigos al calor de las piedras y lanchas, respirando olor a cantuesos y viendo pasar un hatajo de cabras; una cerveza helada bajo la sombra de robles o nogales; un atardecer sobre la sierra mientras leo páginas sabrosas de libros antiguos; horas nocturnas de sano vicio, dejando en suspenso por un rato muchas convenciones sociales; una espléndida fuente de aromáticos melocotones (prísicos, si lo prefieren) comprados directamente al dueño del árbol... Con eso me conformo. Eso me basta. Son ésos los momentos en que la vida tiene más sentido.
Luis Rivero García.