5 Marzo 2014
En esto del fútbol no me considero una persona cerrada. Aun diría que ni siquiera me considero. Por ello, puedo comprender que un catalán sea aficionado del Español, un madrileño del Atlético o un salmantino del Salamanca. Pero, por muy abierto de mente que uno intente ser, no concibo que un sevillano elija otro equipo, teniendo el Betis tan a mano. A duras penas entiendo que no toda España sea bética, pero no que no lo sean todos los sevillanos, por una simple cuestión estética. Es como si te dan a elegir entre Miguel Bosé y Antonio Vega y escoges al primero. ¡No, hombre, no, que no hay color!
No creo en los estereotipos, en las características “oficiales” de los lugares. Juro a aquellos que no son sevillanos que aquí no cogemos las castañuelas en cuanto nos levantamos -antes desayunamos-, ni nos pasamos el día cantando sevillanas guitarra en mano. De lo de visitar capillas y vírgenes me callo y corro un tupido manto púrpura. Ni todos los sevillanos son ni van de grasiosos (aunque hasta los gallegos sesean cuando cuentan un chiste en la tele), ni ésta es una ciudad indolente amiga del dolce far niente.
Pero en mi vida ha habido momentos mágicos que no cualquier ciudad te puede ofrecer. Recuerdo aquel camarero de Triana en el 86 que al recitar la interminable lista de tapas con su repetido “y te puedo poner…”, nos dijo “y te puedo poner un cóctel de mariscos que si te encuentras una gamba, te pago quince días en Chipiona”. Mis amigos madrileños no daban crédito, saltadas las lágrimas en un bar que se revolcaba por el suelo.
También, por qué ocultarlo, es la ciudad provinciana que se mira demasiado el ombligo y cree ser el centro del universo, lo mejón der mundo. Como si no supiéramos todos que el centro del universo está en mi pueblo. Pero sí, hay algo especial en Sevilla; no en todos los sevillanos ni en todo momento, como es lógico, que no hay cosa más tonta que un gracioso sin gracia, pero sí esa chispa efímera aunque duradera en la memoria colectiva. Como aquel día que Biribiri, el famoso jugador negro, no se levantaba tras una entrada, perdiendo el Sevilla en casa a pocos minutos del final, y un aficionado le increpó: “Quillo, búscate el cardenal, que vamos a estar aquí hasta Navidad”. Y no sólo es esa chispa: Sevilla es capaz de reconocer lo sublime e incluso la grandeza que se fue. Para decir esto me baso en tres ejemplos que difícilmente habrían ocurrido en otras ciudades.
El primero, cómo no, es el Betis, que llena el estadio partido tras partido independientemente de la división en que se encuentre, y con precios poco populares. Me cuentan los que van al campo que en los pérfidos partidos a los que nos tiene acostumbrados, una sola jugada bien hilada –se acerquen o no a la portería contraria- sirve para levantar a esa afición que espera (muchas veces en vano) esa mínima oportunidad para animar a su equipo a voz en grito. Es muy significativa esa frase que acuñó el quiosquero de La Campana. ¿A qué otro equipo se le perdona manque pierda? Se le quiere a pesar de los pesares, como a un hijo que mete la pata más de lo debido y no por ello deja de ser tu hijo ni el objeto de tu amor y tus desvelos, se le perdona porque es parte de nosotros mismos, por su evidente debilidad. No es como esos otros equipos del Régimen, prepotentes y todopoderosos; no, el Betis es de carne y hueso.
Otro ejemplo de cómo Sevilla valora la grandeza que se fue es Curro Romero. Ciudad es ésta que sabe agradecer el pasado y venera a sus genios de por vida. Hace años iba mi hermano Héctor en el autobús y al pasar por La Maestranza se montaron dos curristas maldiciendo al torero por la corrida que acababa de perpetrar. “Otra vez nos la ha jugado este cabrón” o “este tío siempre igual” era lo más bonito que salía de sus bocas. Otro currista que en el autobús viajaba se dirigió a ellos y les dijo: “Sí, es verdad, pero yo me acuerdo de un quite que hizo en el 74…” y no fue necesario nada más para que los tres comenzaran a alabar al Maestro y elogiar sus méritos. Yo entiendo perfectamente que esto ocurra. Cuando alguien te ha regalado un momento mágico, cuando te ha llevado a ver a las Musas cantando en torno a la fuente de Hipocrene y te ha hecho partícipe de la belleza, el agradecimiento y la atracción hacia esa persona deben ser eternos, pues no hay tanta gente que consiga conmoverte de verdad. A mí me pasa lo mismo con Antonio Vega. No todo lo que ha hecho tiene la misma calidad, pero es Antonio Vega.
Tampoco se queda atrás en esto Silvio, el rockero sevillano que se fue a California y volvió habiéndosela bebido. Uno iba a sus conciertos porque éste sí, en éste nos va a sonar la flauta, como cuando uno iba a ver a Curro, porque ese día iba a vivir algo memorable, a sabiendas, no obstante, de que la flauta iba a sonar durante una o dos canciones, tras las cuales el cantante caería de bruces al suelo más harto que una mona. Silvio, sin embargo, tenía algo especial: su propia humanidad lo hacía trascender del género humano, hasta tal punto que mucha gente aquí no puede concebir la Sevilla de los ochenta sin él. Este pionero del rock sevillano nos trajo un lenguaje nuevo mezclando idiomas, inventándoselos, llevando el absurdo a las más altas cotas de lo sublime y enarbolando la bandera de la contradicción. Él se consideraba un comunista de derechas, un ateo de la cruz, un sevillista a ultranza, pero dedicó al Betis su canción más conocida. Y todo ello con una gracia tan improvisada como desmedida.
Sevilla no abandona en su caída a nadie a quien haya querido. Tú fuiste, tú serás, y nos quitaremos siempre el sombrero en tu presencia. Esa lealtad es para mí uno de los mayores valores de esta ciudad, lo que la hace especial. Podréis pensar que eso es algo negativo, que sirve para que los dioses se duerman en los laureles, que a los buenos siempre hay que exigirles más. ¡Ay, cómo se nota que no sois sevillanos!
Fernando Rivero García